Por Aquiles Córdova Morán
PUEBLA PUE.-Si aceptamos que la ciencia no ha podido demostrar que la criminalidad se herede de padres a hijos por vía genética, como se hereda la calvicie o el color de los ojos, no queda más remedio que reconocerla como una enfermedad social, es decir, que son las condiciones sociales -en primer lugar las familiares- las que determinan si un individuo se trasformará, andando el tiempo, en sabio, artista o narcotraficante. Aunque a muchos no nos guste, los delincuentes son producto de la sociedad en que nacen y se desarrollan, y son, por eso, tanto verdugos como víctimas de la misma. Desgraciadamente, sólo en periodos de revolución la parte activa y progresiva del proceso acepta esta verdad, hace suyo este enfoque y procura un remedio verdadero al problema proponiendo cambios de fondo en el régimen económico-social dominante. En tiempos “de paz”, las clases rectoras de la sociedad rechazan rotundamente su responsabilidad en la gestación del conflicto, y elevan a categoría de ley científica la culpabilidad estrictamente individual, personal, del delincuente.
Y obrando en consecuencia, instauran como recurso único de combate el método punitivo, el uso de la fuerza y de la ley para perseguir, encarcelar y a veces ejecutar al “culpable”, pensando que, como reza irónicamente el refrán, “muerto el perro se acabó la rabia”. Sin embargo, una reflexión más seria y autocrítica descubre fácilmente que el crimen no puede explicarse achacando todo a las “malas inclinaciones” o a la “mala índole” del individuo; fácilmente se cae en la cuenta de que cualquier delito, aun el más leve, es siempre multifactorial, el resultado de diversas causas, simples y directas algunas, indirectas y complejas otras, que se combinan y refuerzan mutuamente, pero todas o la mayoría totalmente ajenas al control del delincuente. Y si se ve el problema bajo esta lógica también se hace evidente que su combate no puede ser simplista, que no puede reducirse sólo al uso de la fuerza y de la punición legal, dejando intactas las causas que lo generan y reproducen, pues, obrando así, todo se vuelve un cuento de nunca acabar en el que, para colmo de males, se derrochan ingentes recursos que podrían tener mejor destino, es decir, aplicarse a combatir las verdaderas causas estructurales del delito.
El Presidente Calderón entró pisando fuerte en materia de combate al narcotráfico y al crimen organizado, como lo prueba el operativo en Michoacán. Y he podido detectar que hay consenso en que la intención es plausible y que la acción está correctamente orientada, ya que nadie duda de la necesidad de poner un alto al tráfico de enervantes y a la violencia criminal que lo acompaña. Pero también me consta que son muchos los que dudan del éxito de la maniobra, en primer lugar porque el narcotráfico es justo el tipo de delito que ilustra, mejor que nada, el carácter social y multifactorial del crimen. Su florecimiento y su tremenda capacidad de sobrevivencia no se entenderían sin un terreno social favorable y sin los fuertes asideros y apoyos que le brindan autoridades de todo tipo y de diverso nivel. En tal sentido, sus verdaderos aliados son la pobreza, la corrupción generalizada, los valores perversos que nuestra sociedad coloca en el sitio de honor, como el consumismo desenfrenado que, para satisfacerse, busca los medios donde los encuentre y al precio que sea, la elevación de la riqueza personal a sinónimo de felicidad, poder omnímodo y prestigio social, etc., etc. Los “burreros”, los narcomenudistas, los campesinos que siembran el enervante, los pistoleros, son gentes que se enganchan al crimen, cuando menos en su gran mayoría, porque los empuja su miseria; la corrupción de los jefes policiacos, de jueces y funcionarios públicos es hija también de la pobreza, pero más que nada, del afán de riqueza rápida y fácil; y, finalmente, y sólo a título de ejemplo, los cárteles del narcotráfico sacan su vitalidad y capacidad de regeneración, de la tremenda fuerza espiritual que les da la certeza de que, en una sociedad como la nuestra, el dinero lo compra todo, incluido el poder necesario para delinquir, e, incluso, para ser admirados y reverenciados por el mundo entero. Por tanto, la lucha presente no se podrá ganar si, al mismo tiempo, no se combaten los factores que los hacen fuertes y capaces de burlar la acción del Estado. Sin cambios sociales serios y profundos no hay victoria duradera posible.
La otra razón que pone en duda el éxito es que la medida no sólo es unilateral, sino que está mal diseñada. Lo que se requiere no es un despliegue de fuerza, masivo y aparatoso pero ciego, contra el objetivo, sino una previa, meticulosa y discreta labor de inteligencia que ubique con toda certeza plantíos, laboratorios, refugios de pistoleros, mansiones y escondites de los jefes en todo el país, etcétera; y ya con todo esto a mano y perfectamente checado, enviar a los distintos destacamentos, con el debido sigilo, sobre objetivos y misiones precisos, en un movimiento absolutamente simultáneo para evitar que se corra la voz entre los afectados. Aquí nada debe dejarse al azar, y menos dar aviso a los perseguidos mediante el show mediático. El combate al narco, piensan muchos, es más una guerra de inteligencias que de tanques, granadas, rifles y helicópteros. El tiempo dirá si los críticos tienen razón o no.
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