Por Aquiles Córdova Morán
PUEBLA PUE.-Es una verdad ostensible, aunque nunca oficialmente aceptada, que los graves problemas del país se derivan, todos, de dos hechos igualmente evidentes. Primero, el pésimo desempeño de la economía que nos condena a ser, eternamente, un país “en vías de desarrollo”, es decir, con un crecimiento absolutamente insuficiente, una productividad y una competitividad que nos sacan del mercado mundial (y aun del interno), y un desempleo crónico que por momentos parece salirse de control; segundo, el injusto e irracional reparto de la renta nacional, que nos hace uno de los países más desiguales y polarizados del planeta. Los números hablan muy claro. De 106 millones de mexicanos que somos en total, más del 50 por ciento, esto es, más de 53 millones según la estadística oficial, padecen alguno de los tipos de pobreza que se han inventado los economistas oficiales para diluir el impacto de la cifra total; pero esa cifra se dispara a más de 80 millones según los cálculos de economistas independientes que, no por serlo, están necesariamente equivocados. Y, en contraste con este gigantesco océano de pobreza, se sabe que no son más de 500 familias (esto es, algo así como 2 mil 500 mexicanos) las que, por sus inmensas fortunas que se contabilizan en miles de millones de dólares, son consideradas las verdaderas dueñas del país.
Esta descomunal masa de pobres, sobre la que descansa la nación entera, es la madre nutricia, la fuente inagotable de donde nacen, no solamente problemas como la baja productividad personal de nuestros obreros, debida a su bajo nivel educativo y mal estado de salud; o la tremenda debilidad de nuestro mercado interno (la gente no tiene siquiera para lo más indispensable), sino otros más agudos y lacerantes como el bajo nivel de escolaridad nacional, que nos coloca a la cola de los países de la OCDE; un sistema de salud que está a punto de reventar, por la tremenda presión que sobre él ejerce un pueblo enfermo de desnutrición, de ignorancia, de insalubridad por falta de servicios tan indispensables como la vivienda, el drenaje, el agua entubada, la electricidad, el gas y artículos para el aseo personal más indispensable. Suma y sigue: el crecimiento explosivo del ambulantaje, del contrabando, de la piratería, de la emigración hacia los Estados Unidos y, desde luego, la joya de la corona, el crimen, organizado o no, con su secuela de horrores que tienen aterrorizada a la población sin distinción de niveles sociales. Ante un panorama así, parece increíble la ceguera política de nuestras clases dirigentes, su total insensibilidad, su absoluta falta de reflexión autocrítica para admitir y darse cuenta de en qué consiste y cuál es la verdadera dimensión de su responsabilidad en esto que alguien, no muy lejos de la verdad, ha calificado de desastre nacional que hace de México “un país fallido”. Resulta absurdo, casi de locos, que ante un desbordamiento catastrófico del secuestro, del robo en todas sus formas, del ambulantaje, del contrabando, de la deserción de medio millón anual de mexicanos que emigran al extranjero en busca del pan que aquí no encuentran, todo ello a causa de la pobreza, lo único que se les ocurra sea, por un lado, “dictar leyes más severas”, y, por otro, más policías, mejor entrenamiento y mejores armas para “acabar” con los delincuentes. “Muerto el perro se acabó la rabia”, suele decir nuestra gente para burlarse de quienes, tratando de curar una enfermedad, suelen atacar a la víctima y no al agente patógeno que la provoca.
Pero el ciego egoísmo económico y la falta de oficio político no acaban ahí. Todos sabemos que el pésimo reparto de la riqueza nacional cobra su forma tangible, visible, en los bajísimos salarios que perciben los trabajadores, y eso cuando tienen la fortuna de contar con un empleo permanente; también en los magros ingresos de quienes se autoemplean en lo que sea, desde vendedores de baratijas en la calle hasta los que logran montar un puesto fijo o semifijo en la vía pública. Y, finalmente, en el brutal y descarnado desempleo, que priva al hombre de su legítimo derecho a ganarse la vida, y lo empuja, en el extremo, al crimen y hasta al suicidio. Y sobre esos míseros ingresos caen, todavía, los rentistas, los encarecedores de alimentos, las farmacias y los médicos, los agiotistas, los cobradores de la luz, del agua, del gas, del predial y… etc., etc. Y para ponerle la cereza al pastel, también cae sobre ellos la carga de los impuestos. Allí está, para probarlo, la reforma fiscal recién aprobada por los señores del Congreso que, dígase lo que se diga, vuelve a descargar el golpe principal sobre los estratos más desprotegidos de la población.
Siempre se ha sabido, aunque siempre se ha negado, que el grueso de lo que recauda el gobierno sale del bolsillo de las mayorías trabajadoras, ya que los económicamente poderosos casi no pagan impuestos. Pero ahora fue el propio Presidente de la República quien, en un arranque de sinceridad, se atrevió a levantar una esquinita del velo que cubre esta injusticia para dejarnos ver algo de lo que se oculta detrás de él. La reacción de los empresarios dice más que la propia aseveración presidencial: todos a una llamaron “a la concordia y a la unidad nacionales” con el sobado eslogan de que no es momento de ahondar divisiones entre los mexicanos. Y luego enseñaron el cobre: no dijeron que fuera falso que no pagan impuestos, sino que pagan “estrictamente” lo que les marca la ley, es decir, confesaron públicamente que esa ley es la del embudo: la parte ancha para ellos, el tubo para los indefensos que somos la mayoría. Y sí, la “nueva” reforma fiscal se cuidó de no tocar un pelo a tal estado de cosas y se fue por la fácil: más carga para los que apenas sobreviven, no importa si con ello se les empuja al crimen o a la muerte por hambre. Para lo primero está la policía, ahora mejor armada y entrenada para “convencer” a los renuentes; lo segundo no es problema, ya que en este mundo lo que sobran son, precisamente, pobres que sólo dan lata con sus demandas y peticiones. Ni Salomón habría encontrado una solución mejor.
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