Por Aquiles Córdova Morán
PUEBLA PUE.-Pudiera pensarse que la barbarie y las torpezas políticas de un presidentito municipal de tres al cuarto no deberían recibir una publicidad exagerada, ya que con ello se les da una importancia que no merecen. Sin embargo, yo me ocupo de uno de esos casos por dos razones que, creo, justifican el tiempo y el espacio que le dedico. La primera es la conocida paradoja científica de que el universo entero, con todas sus complejidades y relaciones internas, se parece bastante a un simple y minúsculo átomo, a pesar de su pequeñez, o, en su versión más cotidiana, que en una gota de agua se refleja todo el entorno que la rodea. La segunda es que pienso que resulta educativo para el pueblo contrastar su propio modo de razonar y valorar las cosas, con lo que piensan y dicen quienes lo gobiernan, con el modo de discurrir de los poderosos. El conflicto de los antorchistas de la huasteca hidalguense con Alejandro Bautista Medina, presidente municipal panista de Tlanchinol, no es reciente; viene de muchos meses atrás y ya me he referido a él, con algún detalle, en otras colaboraciones. Hoy me limitaré a recordar que los problemas que lo provocaron van desde la rotunda negativa del alcalde a resolver peticiones elementales de obra material en las comunidades, hasta secuestros, tortura y connivencia en el asesinato del campesino Pablo Hernández Medina (oriundo precisamente del municipio de Tlanchinol), pasando por desalojos violentos, robo y destrucción de enseres y material logístico de los plantonistas, y golpizas y encarcelamientos de los líderes. Todo ello, a ciencia y paciencia del gobierno de Miguel Ángel Osorio Chong, que ha sido informado oportunamente de tales delitos.
Pues bien, el último eslabón de esta larga cadena de abusos y crímenes de Alejandro Bautista y sus padrinos, ocurrió el jueves 9 de los corrientes. Ese día, a eso de las 2 de la tarde, un grupo de panistas ebrios, policías vestidos de civil y porros profesionales también ebrios (o drogados según algunos testigos), simulando ser un grupo “espontáneo” de ciudadanos “hartos de los desordenes” causados por los antorchistas, irrumpió en el plantón pacífico de éstos y, como auténticos vándalos, procedieron a la destrucción metódica y exhaustiva de todo lo que hallaron a su paso. Primero rompieron y convirtieron en chatarra inservible todo lo que fuera de barro, aluminio o zinc; después prendieron fuego a las ropas de la gente, incluidas las bolsas, cajas, cestos y costales en que tenían guardadas tales pertenencias; luego tocó el turno a colchones, colchonetas, almohadas, sábanas y cobijas y, por último, prendieron fuego a la gran lona que protegía al plantón del sol y de la lluvia. Sobra decir que, para poder hacer todo esto sin que nadie se los estorbara, previamente la emprendieron a golpes, patadas, garrotazos y disparos al aire contra quienes hacían la guardia, hasta replegarlos y reducirlos a la impotencia total. Una verdadera orgía de violencia, sevicia e impunidad a plena luz del día, que sólo se explica por la protección del presidente municipal y del gobernador del Estado.
Ahora bien, una semana antes de estos hechos, Alejandro Bautista inició una campaña mediática para informar que “ya se había establecido una mesa de negociaciones” con los antorchistas”, que había “voluntad de resolver” a pesar de la terquedad e inflexibilidad de los inconformes. Tales declaraciones, tal como aclararon oportunamente los afectados, eran absolutamente falsas, cínicas mentiras cuyo propósito era (ahora se ve claramente) preparar a la opinión pública para la agresión brutal que se maquinaba. Y como “de pasada”, el edil soltaba que era “necesario” resolver el conflicto porque “había que despejar la plaza” para los festejos patrios del 15 y 16 de septiembre. Dejaba ver así la cabeza de la hidra: lo que le importaba no era atender las necesidades del pueblo, sino celebrar las fiestas del Bicentenario sin nadie que le hiciera sombra, sin que nada delatara que el festejo es una pura pantalla patriotera, una cortina de humo para esconder la realidad cotidiana: cero obras en las comunidades, cero salud, cero educación, cero agua y cero drenaje; y, eso sí, desempleo, hambre y pobreza por todos lados. Este es el fondo del ataque al plantón pacífico de los antorchistas.
Luego vino lo de siempre en estos casos: la feroz campaña mediática para desprestigiar y quebrar moralmente a quienes protestan. No se hicieron esperar las acusaciones de “chantajistas” y de “criminales” que quieren boicotear la celebración más importante de nuestro calendario cívico. Y es aquí donde puede contrastarse el modo de razonar del pueblo y sus líderes con el de sus verdugos y “gobernantes”; y donde se comprueba que el presidente de Tlanchinol no es un fósil viviente cuyo lugar está en algún museo de paleontología, sino un ejemplar típico y actual de su especie, un digno representante de la clase política mexicana, con las excepciones consabidas. En efecto, no sólo hoy, ante los festejos del bicentenario, ni sólo en Tlanchinol, se agrede y ofende a quienes “empañan” un evento importante del gobernante en turno. Esto mismo se hace en todo el país, sea a escala municipal, estatal o nacional, en la misma forma y hasta con las mismas injurias y descalificaciones. Ya se trate de elecciones, del informe del “señor” lo que sea, de algún evento internacional, de una “inauguración importante”, etc., etc., la exigencia es siempre la misma: desalojen la plaza, levanten su plantón, permitan que el “señor” haga limpiamente su evento, y después, si quieren, se vuelven a plantar. Y si no, eres “chantajista”, “enemigo de las instituciones y del señor del gran poder” y, por tanto, tuya será la culpa de lo que te ocurra. Aquí se ve palmariamente que lo que para el pueblo es un acto de legítima defensa, de un lado, y un derecho indiscutible de todo el que lucha por su vida el escoger el lugar y el momento de librar su batalla para asegurarse los mejores resultados, de otro, para sus “gobernantes” es, en cambio, un delito de rebeldía lo primero y una demostración de “inconcebible maldad” lo segundo. Según éstos, se vale protestar pero a condición de no dañar ni molestar a nadie, y menos al “señor” del poder. Y como la divergencia es inconciliable, entonces tiene que decidir la fuerza, y esta actúa siempre del lado del gobernante. He aquí por qué Tlanchinol es espejo y símbolo de todo el Estado de Hidalgo y de todo México; y he aquí, también, por qué creo que su presidente municipal merece el honor de ser conocido por la nación entera.
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