Aquiles Córdova Moran Dirigente Nacional del Movimiento Antorchista
La respuesta no es difícil; para hallarla basta y sobra con remontarse a los orígenes de la filantropía. Allí encontraremos que la caridad en escala social, que la idea de crear albergues, “hogares”, “refugios”, “dispensarios”, etc., para “socorrer” a indigentes, nació de dos realidades humanas, de dos fenómenos materiales presentes en la sociedad en un momento determinado de su desarrollo. De un lado, la brutal concentración de la riqueza en unos cuantos y la correlativa generalización de la pobreza entre las clases populares; y de otro lado y como consecuencia de esto, la necesidad de evitar la explosión del descontento social, que necesariamente tiene que brotar en una sociedad tan brutalmente polarizada entre ricos y pobres. La filantropía, pues, fue y es un intento de aliviar los efectos desastrosos de la miseria y la pobreza de las masas, buscando por este medio adormecer su conciencia y su espíritu de rebeldía. Se trata de convencerlos de que no están desahuciados, de que los poderosos no son indiferentes a sus sufrimientos y de que luchan por ayudarlos, como pueden y en la medida en que pueden. Prueba irrefutable de que esto es así, es el riguroso paralelismo que ha existido siempre entre el crecimiento de la pobreza y el incremento de la filantropía: allí donde crecen y se generalizan el hambre, la ignorancia y las enfermedades, allí se multiplican también, como hongos después de la lluvia, las instituciones y los personajes dedicados a arrojar mendrugos al pueblo, para calmar su necesidad y su descontento.
Pero la historia prueba también que la filantropía nunca, jamás ni en ninguna parte, ha logrado plenamente sus objetivos; nunca ni en lugar alguno ha logrado aliviar siquiera, de manera significativa, el hambre y el sufrimiento de los pueblos. Su florecimiento tiene, en cambio, siempre y donde quiera que se presenta, una significación doble y contradictoria: de una parte, sirve como indicador inequívoco de una sociedad profundamente desigual e inequitativa, es una señal infalible de la concentración de la riqueza y del incremento desmedido e irracional de la pobreza de las mayorías; de otra parte, juega el papel negativo de anestésico, de mediatizador de la masa, con lo cual estorba y retrasa su concientización y su lucha efectiva en pro de verdaderas soluciones para sus necesidades y carencias.
Y sí, esto es justamente lo que ocurre en nuestro país. Los “hogares”, hospicios, “refugios”, albergues, casas de asistencia, etc., así como los “teletones”, redondeos, o la “lotería para la asistencia pública”, son una prueba inequívoca de que entre nosotros reina la más profunda injusticia social. Son, además, el complemento obligado de una política social que da la espalda a los intereses populares, opuesta a variar el modelo económico que privilegia a unos cuantos, por otro que se proponga el reparto equilibrado de la riqueza. La actual explosión filantrópica es, así, un intento de curar el cáncer de la pobreza con paños calientes, cataplasmas y buenas intenciones. Y no hay duda de que, como ha ocurrido siempre, volverá a fracasar en sus intentos de redimir a los pobres. A lo sumo, logrará retrasar su toma de conciencia, pero tampoco su efecto anestésico será eterno; el hambre y las enfermedades no se dejan engañar por mucho tiempo con apapachos y palabras compasivas. La gente despertará y exigirá soluciones, o tomará su destino en sus propias manos. Y, la verdad sea dicha, mientras más pronto ocurra esto, a todos, absolutamente a todos, nos irá mejor.
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