Por Aquiles Córdova Morán
Una falacia es, grosso modo, un razonamiento falso con apariencia de verdad, es decir, cuya falsedad no está a la vista y demanda cierto esfuerzo intelectual bien dirigido para descubrirla. En el discurso que florece copiosamente en boca de nuestros políticos a la moda, sobre todo en épocas electorales, la democracia es un lugar común siempre dispuesto a prestar su brillo y prestigio a quien invoca su generoso manto protector. Y el recurso no falla: todo mundo aplaude sin más a quien se declara siervo fiel, obediente e incondicional, de los mandatos y exigencias de esa divinidad suprema, encarnación viva de toda racionalidad y toda justicia humanas, que es la democracia. Pero si le acercamos un poco más la lupa a esta forma “perfecta” de Estado y de gobierno, podemos descubrir en ella varias imperfecciones. Expongo sólo tres ejemplos que considero muy ilustrativos.
El primero es la insistencia machacona de que el ciudadano que vive en democracia elige de manera absolutamente libre a quién otorga su confianza para que le sirva desde el gobierno, libertad que se potencia y se hace visible a la hora de emitir su voto, ya que la ubicación de la casilla está “blindada” contra cualquier agente extraño que intente coaccionarlo, o inducirlo por cualquier otro medio, a torcer su libre voluntad. Además, se dice, toda la logística del proceso, desde el diseño mismo de la casilla hasta el aislamiento del votante en turno, están pensados para garantizar la absoluta privacidad y libertad del sufragio. En resumen, que nuestra democracia y los organismos responsables de su funcionamiento, están pensados para asegurar plenamente que los votos depositados en las urnas reflejen fielmente la soberana voluntad de los ciudadanos, razón por la cual nuestros gobernantes están siempre revestidos de la más absoluta legitimidad.
Pero esta lapidaria definición deja de lado un hecho cierto y del domino público: que todo político en campaña, su equipo de “asesores y operadores” y su respectiva agrupación política, aprovechan artera y descaradamente las dos debilidades obvias del elector mexicano medio (su desinformación política y su falta de una bien definida conciencia de clase, por un lado, y su pobreza, sus apremios económicos, por el otro). Sobre este terreno así abonado, los “expertos” fabrican triunfadores al vapor, pues les basta para ello una campaña mediática bien calculada según el público al que la dirigen, sobre las excelsas virtudes del producto que ellos venden y los vicios, crímenes e incapacidades de sus contrincantes, y una intensa (y bien dirigida también) distribución de baratijas (“utilitarios”, les llaman) y, en los casos que lo ameriten, de reparto de dinero en efectivo sustraído de las arcas públicas, para echar al suelo, de un empellón, las pretendidas libertad y soberanía del ciudadano al decidir el sentido de su voto. Frente a esta realidad brutal, pierde todo su significado cualquier “blindaje” y cualquier seguridad para el ciudadano que acude a votar, pues cuando llega a la casilla, el fraude ya está consentido y consumado. Nuestros gobernantes, por tanto, en su gran mayoría, pueden ser cualquier cosa, menos legítimos.
Otra cacareada virtud de nuestra democracia es que, a diferencia de lo que ocurre en las dictaduras, permite al pueblo cambiar de gobernantes siempre que lo estime necesario para sus intereses. Sobre esta base, se declara un bien absoluto, siempre y en todo lugar, el recambio constante de hombres y de partidos en el poder, y, en contrapartida, como un mal absoluto, su permanencia en el mismo por largos períodos. Cegado todo mundo por el falso brillo de esta tesis, nadie se pregunta por la causa de fondo que hace deseable, e incluso inevitable a veces, este continuo recambio; y nadie advierte, por tanto, que es un claro indicio de la ineficacia del sistema democrático de gobierno; una prueba, involuntaria pero irrefutable, del incumplimiento sistemático de las promesas de campaña de gobernantes y partidos políticos; de que todos mienten y engañan con tal de ganar el voto ciudadano, para luego hacer a un lado los compromisos y dedicarse a lo suyo, el enriquecimiento desmedido. Visto así, el reiterado recambio “democrático”, más que una virtud, es la manifestación visible de que, en democracia, todos buscan el poder para satisfacer sus propias ambiciones ilegítimas y no por afán de servicio público. Y, sabedores de que nadie advierte esto, políticos y partidos han convertido en “ley no escrita” la “alternancia” en el gobierno: un sexenio (o trienio) para ti, otro para mí; y quien no se somete al juego, sencillamente queda fuera del mismo automáticamente. Por eso, el pueblo debe saber que es mucho más difícil y meritorio sostenerse en el poder por largo tiempo, es decir, retener su simpatía por años, que hacerse experto saltimbanqui, siempre en busca de mejores cargos para saquearlos mejor.
El tercer ejemplo. En democracia, se dice, el pueblo manda y el funcionario obedece y trabaja para sus electores. Pero todos sabemos que en los hechos ocurre exactamente al revés: el funcionario electo, apenas investido, se transforma, como por arte de magia, de humilde solicitante de votos en soberbio, prepotente y amenazador tirano, dueño de vidas y haciendas. El fenómeno no obedece sólo a una causa personal, psicológica, sino que se enraíza y nutre en un hecho duro e innegable: el desbalance de poder entre el pueblo elector y sus gobernantes es abismal en una democracia, pues mientras el primero sólo retiene su voto (y ya vimos qué tan real es éste) y, algunas veces, su “derecho al pataleo”, al gobernante le cae en las manos todo el dinero del erario, el mando sobre el ejército de burócratas que lo ayudan a gobernar, toda la fuerza física del Estado, esto es, ejército y policía, y el manejo, directo o indirecto, de agentes del ministerio público, jueces y cárceles, con toda la parafernalia intimidatoria que los acompaña. De ahí las conductas increíbles de gobiernos como los de Hidalgo, Tamaulipas y Sinaloa, que declaran públicamente su respeto “democrático” al derecho de protesta de los antorchistas, mientras se burlan en privado de sus modestas demandas.
En fin, y como resumen de todo esto, podemos concluir que la enfermedad de nuestra democracia, que la nulifica y amenaza con convertirla en una lamentable farsa, radica en una única falacia de fondo, a la que pueden reducirse todas las demás: la fictio juris (ficción jurídica) de que el ciudadano común es un experto en política, es decir, que conoce bien los problemas nacionales, los propósitos de cada partido y las cualidades y defectos de los candidatos que se someten a su consideración, y que, por sobre todo ello, es absolutamente libre y soberano (ideológica y económicamente) como para poder tomar una decisión consciente y racional a la hora de emitir su voto. ¡Nada más lejos de la verdad! Por eso mismo, entre otras razones, ¡urge politizar a nuestro pueblo!
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