DEL PASADO Y DEL PRESENTE ANTORCHA CAMPESINA - TIJUANA NOTICIAS

viernes, 1 de abril de 2011

DEL PASADO Y DEL PRESENTE ANTORCHA CAMPESINA

Por Ignacio Acosta Montes
TIJUANA B.C.-Vi a don Poncho, cargado con su ropa, su lámpara de petróleo, su linterna de pilas, sus herramientas y su lonche -una gran bolsa, porque siempre decía que antes que nada había que tratar de comer bien-. Yo estaba en el crucero de las calles Rosales y Pino Suárez de Hermosillo. El sol caía a plomo elevando el mercurio de los termómetros hasta los 37 grados centígrados, pero lo vi claramente saliendo de su casa, mi casa, en una de esas muchas madrugadas en que abandonó las sábanas y los tibios brazos de mi madre para subir al tren y partir, al grito de ¡vámonos! hacia Monterrey, Irapuato o México. Nunca dijo no al llamador, ese que golpeaba la puerta en las horas más inesperadas para, librito en mano, pedirle firmara de enterado que tenía que salir a camino. Recordé a esa familia de los ferrocarrileros encabezada por mi abuelo Miguel, que no podían comerse un mole ni realizar ningún festejo si no se oían las alegres notas y versos de yo soy rielera y tengo mi Juan.
Sí, claramente se me apareció mi padre el garrotero, el ferrocarrilero, en medio de la protesta antorchista que congregó a más de millar y medio de inconformes, cuando subió a la camioneta, convertida por obra y gracia de la necesidad en templete, uno de los jubilados de la extinta Ferrocarriles Nacionales de México, que desde Empalme (que hermoso y rielero nombre para esa ciudad sonorense) traía el reclamo de los obreros a los que se les va la vida alimentado máquinas, moviendo fierros colosales, elaborando, cargando o transportando mercancías que no pueden disfrutar, proletarios a los que, agotadas sus energías físicas creadoras, el sistema deshecha y humilla, como a estos jubilados que desde 1995, año en que Ernesto Zedillo decretó la privatización de la empresa paraestatal, vienen demandando la justa retribución que les corresponde por toda una vida de trabajo en trenes, rieles y talleres. Escuché bajo ese sol del desierto sonorense al obrero jubilado, que no por envejecido se rinde, que conserva esa dignidad que lo mantiene tan recto y orgulloso, que le da el saber lo que ha trabajado, lo que ha creado con sus manos -y de nuevo recordé a mi padre muerto-.
No bien acababa de digerir esta impresión cuando una voz más áspera, que no mencionó la palabra proletarios y que no habló de lo largo y difícil de la lucha de clases como lo hizo el rielero, resonó en las calles donde se desarrollaba el mitin. Era una voz rugosa, como la cara del que hablaba, recia y nervuda, como el cuerpo del que emanaba, y que lanzó una queja venida desde lo más hondo de la tierra y de lo más remoto en el tiempo, la del campesino de origen indígena al que se despoja de la tierra de sus ancestros: ¡son chingaderas lo que hacen con nosotros! Allí, donde están enterrados sus mayores, donde han nacido sus hijos, donde han transcurrido sus alegrías y sus tristezas, sus fiestas y sus duelos, pretenden llegar manos extrañas, más blancas y finas, empuñando papeles, igualmente extraños, blancos y finos, para arrebatarles la tierra y despojarlos no sólo de su fuente de trabajo, sino de la que le da vida, de su raíz y de su identidad tan ligada al suelo que desde la llegada de los españoles se le escapa bajo sus pies. Así me enfrenté a la otra de mis raíces, la de mi abuelo el campesino, el que llegó a la ciudad a procurar el pan para la familia, que pasó por la minas de Zacatecas rompiéndose los pulmones, que continuó descargando trailers de frutas en el Mercado Hidalgo de San Luis Potosí y que terminó sus días con unos cuantos jarritos que ofrecía en el suelo del mercado, cuando ya no podía cargar, muriendo en una de las vecindades más humildes y desvencijadas que he conocido.
Entre mis hermanos en lucha, los que como dijo el mayo de Tesia, que habló con energía para defender su tierra y el derecho de su pueblo a la existencia, abrimos los ojos gracias a la luz de la Antorcha, entendí no sólo la justeza del reclamo de los que hoy marchaban, agitaban sus puños y levantaban la voz; se me reveló en las entrañas lo justo de nuestra lucha por una Patria mejor y comprendí mejor a mi familia y a mí mismo. Los rayos del sol, las gritos de reclamo, los rostros enojados por la insensibilidad del gobierno de Guillermo Padrés, el compa ferroca y el ejidatario, al tiempo que transcurrían en ese presente tan intenso rememoraron mi pasado y señalaron con nuevas luces, con diferentes matices, el camino que desde hace 37 años estamos dispuestos a recorrer, el de la liberación de los trabajadores mexicanos.

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